Lunes, 22 de mayo de 2017

 

Cuando empecé a hacer tratamientos psicoterapéuticos me llamó poderosamente la atención la poca noción que había en el campo de la educación y de la salud de lo que es una psicoterapia. Una situación que era similar a la que se percibía en la ciudadanía en general. Tenía la esperanza de que con el correr de los años ocupara un lugar y un reconocimiento más acorde con las aportaciones que hace en el campo de la salud.

 

Lejos de avanzar en esta línea, el auge de la psiquiatría y los tratamientos farmacológicos así como el de psicologías biologistas centradas en el comportamiento han ensombrecido el campo de la psicoterapia. La tendencia a una estandarización de la práctica y a la clasificación diagnóstica centrada en la estadística favorece la eliminación de lo más propio de cada sujeto, de sus particularidades como tal.

 

Pero si alguna cosa me ha conducido a tocar este asunto no son los aspectos generales sino los particulares, aquellos con los que me encuentro en el ejercicio de la práctica clínica privada. El hecho de que ésta se realice con niños y adolescentes introduce también una particularidad. Porque no es el niño ni el adolescente quien viene a demandar ayuda, sino sus padres o quienes realicen esta función. Piden que se intervenga sobre alguien que no son ellos mismos, preocupados por algo que le pasa al niño o al adolescente, algo que manifiesta y que no saben cómo resolver. Cuando esta preocupación no está en los padres sino en otros (el maestro, el médico, los abuelos), la intervención se complejiza.

 

Esta demanda de los padres es el punto de partida para realizar un proceso diagnóstico que permita saber de la situación del niño o del adolescente, de cómo la vive, de la dimensión de su afectación, de su historia. Un proceso en el que necesariamente también han de participar los padres, tanto para hacer una reconstrucción de la historia familiar y personal del hijo como para avanzar en la comprensión de lo que sucede y de cómo les afecta a ellos. Ya desde este momento se trabaja en dos espacios diferenciados, propios. Cuando los padres pueden implicarse de esta manera, la implicación del niño o del adolescente también es diferente. No se trata sólo de él o de ella sino que sus padres también tienen alguna participación en lo que sucede, tienen preguntas sobre sí mismos en su función como padre y madre, y seguramente cosas a cambiar.

 

El proceso diagnóstico es el camino de entrada al proceso psicoterapéutico. Establece los fundamentos de lo que será el vínculo terapéutico con el niño o el adolescente, así como el vínculo con los padres. Permite un cierto saber sobre las características personales y familiares, así como cierta definición de cuáles son los conflictos y los síntomas a tratar.

 

Siguiendo en la línea de la particularidad, tanto el diagnóstico como el tratamiento psicoterapéutico se centran en la palabra y en el vínculo como recurso metodológico. Seguramente esta definición no valdría para el conjunto de variedades de psicoterapia, pero si para algunas de ellas, y en este caso en particular para la psicoterapia psicoanalítica. Los conflictos y los síntomas son también una forma de lenguaje que expresan el sufrimiento y las dificultades que encuentra el niño o el adolescente. La psicoterapia no consiste en la eliminación de síntomas y en la supresión de conflictos, sino en descifrar y comprender de qué se nutren, qué es lo que los producen y poder elaborarlos con la participación de los implicados.

 

Claro que hablar de centrarse en la palabra en el caso de los niños -y en buena parte también en el caso de los adolescentes- es hablar del lenguaje infantil. Es un lenguaje en el que la palabra no tiene el valor ni la significación que tiene para los adultos, y es un lenguaje que se vale también de la escenificación con el cuerpo, del dibujo, del juego. De esta forma el niño vehiculiza sus fantasías y deseos, su visión del mundo y de sí mismo, de la relación con sus iguales y con los adultos significativos de su entorno. Y lo hace en el contexto de un vínculo con un otro que lo puede escuchar, mirar e interpretar desde su función profesional.

 

Aunque pueda resultar extraño, no es fácil para los padres comprender y aceptar este vínculo tan particular, el vínculo terapéutico con el niño.

 

A lo largo del tratamiento psicoterapéutico hay que detenerse en ello, permitir que los padres formulen sus preguntas, sus dudas, sus temores y sus convicciones. La idea más extendida en los padres es que el niño le va a contar al psicoanalista lo que le pasa, y si no lo hace de «motu proprio» el terapeuta lo extraerá de él con artimañas. La convicción subyacente es de que el niño sabe lo que le pasa y lo que necesita para resolverlo.

 

Trabajando de esta manera, los niños suelen desarrollar una demanda propia. Están en tratamiento porque sus padres le han «apuntado» pero también porque reconocen una dificultad y tienen una expectativa de resolución. Lo que experimenta a lo largo de las sesiones tiene un efecto en él, produce cambios -si el tratamiento funciona- en lo anímico, en el carácter y en los vínculos. Pero cuando sus padres le preguntan de qué habla, si ha contado tal o cual cosa, qué ha dicho el psicoterapeuta, los niños responden sinceramente que han jugado o que han dibujado.

 

El niño no puede dar cuenta de lo que sucede en sesión. En todo caso será el terapeuta quien tendrá que colaborar con los padres para que comprendan la naturaleza simbólica del trabajo terapéutico. Que es un trabajo que se centra en lo que el niño escenifica en sesión con su lenguaje infantil, desplazando y condensando en ello la dimensión psíquica, subjetiva.

 

Tener que recurrir a un psicoterapeuta para que trate al hijo o la hija comporta siempre una herida para los padres. Una herida que hay que poder elaborar en sus diversas vertientes. En parte también para que no vivan al terapeuta como un rival, como una especie de padre ideal o una madre ideal que sí sabe tratar a su hijo o a su hija. El trato que el psicoanalista tiene con el niño es un trato fundamentado en la clínica, en el saber que se deriva de su experiencia como clínico. Un saber y un saber hacer que es específico de su función, que es particular y diferenciado de otras disciplinas del conocimiento como son la pedagogía, la medicina, la asistencia social, y que tampoco es el saber de un padre o de una madre.

 

ROMAN PEREZ BURIN DES ROZIERS